El
Dulce Nombre de Jesús Nazareno del Paso nos sirve como símbolo del alfa y el
omega de los retablos callejeros. El más antiguo, ya mencionado en la introducción,
es el azulejo del añorado Señor, pasto de las llamas en 1931, que bendice con
su mano derecha a todo aquél que cruza el Puente de los Alemanes. Las actuales
generaciones de malagueños debemos agradecer el acierto de los directivos que
optaron por la calidad y el buen gusto de estas piezas, con el mérito de que se
basan en fotos en blanco y negro, pero que son todo un delirio cromático, en
especial en la heráldica que acompaña a los murales, de el Moreno y de la Virgen de la Esperanza.
En
estos retablos se fusionan varias técnicas, destacando la pintura directa sobre
el azulejo combinada con la cuerda seca, que proporciona sensación
tridimensional en la corona de espinas, el bordado, la orfebrería de la cruz, y
especialmente en la mano derecha, con unos dedos exageradamente alargados e
iguales, de una dulzura casi femenina, con una blancura mayor que en el rostro.
La faz divina es sublime, con un perfilado de los ojos y cejas que se antojan
como tallados, con la nariz aguileña, el pómulo amoratado por los golpes, las
pupilas atisbadas, dos gotas de sangre que resbalan y un bigote exageradamente
oscuro, además de una barba escueta y partida que incide en la tonalidad
cobriza de la cabellera. El fondo es de
un naranja casi calabaza, y juega con
los bordados y las potencias, donde se vislumbra un angelito en la orfebrería
de la cruz, la cual se ofrece como punto de fuga, aumentado progresivamente
hacia su base, mientras otras dos caras observan apoyadas sobre el dedo pulgar.
Este
mural, sin firma personal pero con la referencia del taller de Mensaque y Vera,
tuvo que significar todo un hito, suscitando un gran impacto en el ambiente
cultural del momento y en el mundo cofrade. La pieza ha envejecido, ganando en solera, y así la caprichosa cenefa
es casi un guiño al Art Decó de
entreguerras. En la parte inferior, una simulada repisa alada sirve de base
para unas columnas a modo de celosías, acabando todo el conjunto en una
pirámide invertida y truncada en su vértice, que obliga al añadido de una
decena de azulejos blancos que ascienden en una fina línea por el contorno,
quizá en el único elemento que desentona en este soberbio mural.
El
paisaje urbano ha asimilado este mural, que permanece impasible bajo sus dosis
diarias de radiación solar, hecho que le proporciona un juego de luces y sombras
como si se tratase de un reloj de sol. Los años y el gracejo popular han imaginado
las marcas de una ráfaga de ametralladora en los dieciséis impactos del brazo derecho,
que han roto el vidriado dejando el desnudo del bizcocho de las plaquetas, por
lo que podemos afirmar que estamos ante una de las piezas más enraizadas en el
colectivo imaginario local.
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