No obstante, la joya vidriada del
templo se halla oculta para muchos en un pasillo interior, junto al antiguo
claustro, anexo a dependencias administrativas.
El punto de fuga visual de este corredor es un monumental mural del
horno de Mensaque de 1976, en base al lienzo de Tovar, con la doble autoría de
Manuel Romero para la escena principal, y la firma de Lobo, para el jarrón decorativo inferior. En este azulejo se
observa un concienzudo estudio compositivo, ya que se sale del común de los
murales pastoriles y pese a ser un trabajo moderno, logra un aire clásico al
inspirarse en los típicos retablos de Enrique Orce del primer cuarto de la
centuria pasada, en especial, los de los conventos capuchinos de Sevilla o el
de la Casa de Acogida en Roma.
El conjunto ofrece una
disposición arquitectónica, con una doble arcada de medio punto y una repisa en
forma de copa a modo de peana de carrete. La filacteria superior alude a la
jaculatoria Loor a la Inmaculada Madre
del Buen Pastor, que enmarca una orla de decoración a lo candelieri,
jalonada por siete óvalos alusivos. El
programa iconográfico está rematado por el cordero sobre el libro de los Siete
Sellos del Apocalipsis de San Juan, en una dualidad de este animal en su
sentido celeste y terrenal. A partir de él, se configuran tres parejas de medallones,
con san Isidoro de Sevilla, el beato fray Diego de Cádiz; posteriormente los
atributos de las Órdenes franciscana y de las Clarisas, con el Abrazo de san
Francisco y la Eucaristía; y en la parte inferior se acude a religiosos locales
relacionados con esta devoción, como el sacerdote Juan Estrada y Fray Leopoldo.
Se aprecia un mayor esmero en la
concreción de los rostros de la Virgen y el Niño, quizá con la técnica del
aguarrás, que difumina las tonalidades y consigue un aire de divinidad, de una
maestría tal que contrasta con el trabajo abocetado del rebaño, conformado por
cinco borregos de desigual resultado. Especial mención merece el rostro andrógino del Niño, el sumo cuidado en
la ejecución de manos y pies, portando Ella flores y Él los atributos eucarísticos,
de las uvas y el trigo, y el ejercicio pictórico del pelo oscuro y velo de la
Virgen, que parece mecido por la brisa campestre.
El conjunto no logra la fuerza
del mural del atrio de los capuchinos de Antequera, de Enrique Orce, en especial en la escena distante de la oveja
descarriada, que en el caso que nos ocupa adquiere tintes naif, lo que le aporta un aire infantil y cercano. Asimismo, como
anécdota, en la parte de la peana inferior, aparecen los aros olímpicos en
alusión a la Virgen como Patrona del Deporte, fusionando la tradición antigua
con las peculiaridades modernas, con la salvedad de que el orden habitual de
los colores azul, negro, rojo, amarillo,
verde, alusivo a los cinco continentes, viene trastocado por la combinación
rojo, azul, negro, verde, blanco. El mural se haya en un lienzo afectado por
las humedades, necesitando una restauración en algunas de sus piezas,
circunstancia que seguro estará prevista en la reforma integral prevista para
el templo.
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